Te vas a dormir y cambias el horario del despertador a las 6:00 a.m., media hora antes de lo habitual, porque de ningún modo puedes llegar tarde a la charla que vas a impartir mañana. Al día siguiente, sin embargo, el despertador suena a las 5:30 a.m. y, sintiendo el olor a café casi listo en la cafetera, te preguntas: “¿Por qué antes?” La pregunta no es retórica, ya que la televisión de tu habitación también se enciende sola mostrando el mapa del tráfico de tu ruta habitual hasta el evento en cuestión: si no sales media hora antes, no llegarás a tiempo. El tráfico todavía es fluido, pero eso durará poco.
Antes de beber el segundo sorbo de café, aún con sueño, en la TV aparece la policía que empieza a cortar el tráfico en un puente por el que tienes que pasar. En menos de un minuto, todo queda colapsado. Le pones leche al café, te haces un sándwich de queso con las últimas rebanadas de pan, preparas unos huevos revueltos y sales tan pronto como puedes. Llegas a la hora y cuando vuelves a casa por la noche, el supermercado ya te ha enviado otro litro de leche, pan y huevos, que también se habían acabado.
Si bien la escena recuerda a esas viejas películas de ciencia ficción que parecen tan irreales como impresionantes, prepárate para ver que de ficticia tiene poco. Esa situación es hoy ya posible gracias al Internet de las Cosas, una nueva expresión de moda pero que la mayoría de gente todavía no sabe exactamente qué significa. De un modo simplificado, se trata de la comunicación entre máquinas o M2M. Pero, ¿hasta dónde llega esa comunicación? Muy lejos.
En la mañana de tu conferencia, una gran cantidad de sensores instalados en el hormigón del puente perciben una fatiga del material, una grieta que puede hacer que todo se venga abajo. Las autoridades reciben la información sobre el riesgo y cortan el tráfico. Los semáforos se ajustan automáticamente al nuevo flujo de tráfico, detectado también mediante sensores. Mientras tanto, tu reloj, conectado a la agenda de tu teléfono inteligente, ya informado de los imprevistos del tráfico, adelanta la hora del despertador y tu máquina de café se pone en marcha. Los sensores de la nevera detectan que la leche, el pan y los huevos se han terminado y ya encargaron al supermercado el pedido correspondiente.
Según la consultora estadounidense Gartner, especializada en investigación tecnológica, en 2020 habrá 26.000 millones de dispositivos interconectados (y ya hay quienes se atreven a predecir que este número llegará a los 100.000 millones). El Internet de las Cosas, sin embargo, es una consecuencia natural del propio desarrollo tecnológico, no una nueva idea. Las cajas de una cadena de supermercados ya se comunican con la empresa, saben en tiempo real los resultados de una promoción, el encaje o el éxito de un producto. Los softwares toman decisiones ellos solos sobre las existencias y el abastecimiento de una góndola sencilla.
Lo que está haciendo esta comunicación más amplia es una serie de factores como la difusión a través de banda ancha y Wi-Fi, los servicios en la nube y, sobre todo, los sensores. Los ordenadores se comunican entre sí, pero los sensores hacen ver y decidir por nosotros. Este asombroso nuevo mundo, sin embargo, dará lugar a muchos debates sobre ética y privacidad (dado que siempre habrá seres humanos dispuestos a beneficiarse de su información). Y, eso sí, es mucho más imprevisible de lo que parece. ¿Qué pasa si un hacker irrumpe en su nevera, y como eso, en toda su vida?