La gran variedad de dispositivos móviles y servicios digitales disponibles en la actualidad han inundado nuestro día a día de multitud de distracciones de las que cada vez es más difícil escapar. Todos estos atractivos estímulos hacen que perdamos la atención de otros sucesos que ocurren a nuestro alrededor, y que terminemos valorando superficialidades varias: nos conformamos con una vida llena de millones de pequeñas situaciones, cada una de ellas de poco valor, y no buscamos como antes esas pocas cosas que tenían mucho valor.
Nos dejamos influenciar con facilidad, y muchos de los cambios que nos han traído las nuevas tecnologías son o bien innecesarios, o bien de menor valor que aquello que buscan sustituir, y sin embargo, los aceptamos, asumimos y nos adaptamos a ellos porque, al parecer, todo lo moderno es siempre mejor. Y si además nos llegan cómodamente a la pantalla que sujeta nuestra mano… ¿para qué cuestionarlo? Sería incómodo hacerlo y descubrir que ese cambio no es tan del todo gratificante y, al mismo tiempo, estaríamos perdiendo tiempo para recibir y adoptar las siguientes innovaciones, que se nos agolparían en forma de alertas pendientes de atender. El avance rápido de la tecnología ha ido de la mano de una vorágine consumista como nunca antes se había visto; las empresas que lideran las tendencias en Internet han sabido convencer y en ocasiones manipular a sus usuarios para que éstos presionen a sus iguales y les obliguen, bajo la excusa de no autocondenarse al ostracismo digital, a seguir las modas sin pensar.
Sin embargo, esta inundación tecnológica ha traído consigo ciertas barreras que a muchas personas adultas les cuesta superar, creando una brecha generacional que se agranda cada vez más. Nuevos dispositivos y servicios provocan cierta timidez o pereza digital, llevando a mucha gente adulta a no adaptar y aplicar sus viejas capacidades y conocimientos a los nuevos medios. Hasta ahora nos escudábamos en esa vieja máxima que dice que “si algo funciona no lo cambies”, pero nuestra forma de ver y sentir el mundo puede quedar obsoleta si no conseguimos acomodarla a los nuevos tiempos.
Un mundo sencillo y cómodo al alcance de la pantalla en nuestra mano
La brecha generacional actual enfrenta, de alguna forma, a las personas que han nacido y crecido en el siglo XX, ante sus hijos e hijas, habitantes de este nuevo siglo donde Internet, las redes sociales, los dispositivos móviles y otros avances tecnológicos han permeado todas las facetas de la vida. Es en los más pequeños donde la revolución digital más ha moldeado la forma de ver y sentir la vida: se han acostumbrado a recibir la información de forma inmediata, exageradamente simplificada y troceada. Ante tal atractiva y frenética forma de ver el mundo, con estimulantes apps y servicios que además premian cada paso que dan, por muy insignificante y poco meritorio que sea, la vida fuera de las pantallas les puede parecer excesivamente tranquila e incluso aburrida.
Si no les dejamos solos en la calle porque creemos que no es seguro, y siempre que estamos con ellos les sobreprotegemos, tan solo les dejamos experimentar la vida a través de Internet, y es ahí donde explorarán, experimentarán, y cometerán errores de los que aprender. Para reducir esta brecha es por tanto necesario un acercamiento entre padres y madres, y sus hijos e hijas, no sólo para que quienes han conocido un mundo menos digital puedan comprender los cambios que ha traído consigo la revolución cibernética, sino también para que los menores aprendan otras formas de hacer las cosas y de esa manera pongan en mayor valor la experiencia de sus mayores y les permitan apoyarles en su recorrido digital. De la vida, siempre sabrán más las personas adultas, así que la excusa de compartir momentos tras las pantallas no solo permite educar y compartir valores, sino también posibilita que los más pequeños ayuden a sus mayores ya que los niños tienen mucho que enseñar sobre las nuevas tecnologías.
Digitalizar lo humano sin dejar de humanizar lo digital
Crecer como persona y aprender de la vida requiere experimentarla usando todos los sentidos, pero sobre todo, trabajar ciertas habilidades que de momento las pantallas no nos están dejando desarrollar en su plenitud. En vez de llamarnos inmigrantes o visitantes digitales, quizá deberíamos asumir nuestro papel de reciclados digitales, y sentirnos privilegiados por haber podido experimentar y degustar la vida con paciencia e incluso cierta monotonía. Somos la generación puente capaz de enseñar a los más pequeños a prestar atención a lo que acontece a su alrededor, a disfrutar de los pequeños y aparentemente insignificantes quehaceres de la vida.
Debemos ayudarles a experimentar todo tipo de emociones, enseñarles a ser empáticos, y no podemos ser empáticos en Internet si no hemos sabido ser empáticos cara a cara. Es fundamental que transmitamos ese aprendizaje y esos valores que aprendimos fuera de Internet, adaptados al nuevo medio en el que están creciendo en parte nuestros hijos e hijas. La clave no sólo está en saber aprovechar con mayor calidad los momentos de desconexión, sino también en humanizar más la experiencia que realizamos a través de las pantallas.
Completar y compartir, con o sin pantallas
Nos está costando ser estrictos en esa dieta digital, equilibrada tanto en tiempo como en el uso que hacemos de las distintas herramientas tecnológicas. Nos enfrentamos a nuevos retos que no son incompatibles con esas situaciones y circunstancias que hemos aprendido a apreciar en un mundo más sencillo. Internet, los smartphones, las redes sociales o los videojuegos no se ven, ni se usan, ni se sienten como tecnologías, sino como herramientas que nos permiten vivir y estar con las personas que más nos importan. ¿Cómo es posible que exista tal brecha cuando hay tantos lugares y momentos que compartir tanto físicamente como en lo digital? ¿Por qué no sentarse y compartir pantallas cuando estamos en el sofá, o cuando ayudamos a nuestros pequeños a hacer sus deberes? ¿Por qué no dejarlas de lado cuando queremos apreciar lo que tenemos delante con todos nuestros sentidos y nuestra más absoluta atención? Sólo así podremos todos dar valor tanto a lo que se hace con tecnología como a lo que se ha hecho siempre siguiendo sistemas más tradicionales.
Autor: Urko Fernández Román, colaborador de Dialogando